sábado, 4 de febrero de 2012

Destino


La obra estaba maldita, eso se decía desde su fecha de estreno. Pero él no lo creía, siempre
que había sido presentada él había estado magnífico y esta noche no iba a ser
la excepción. Todo estaba preparado. Las luces, el público, el nerviosismo del
director y la prensa especializada que se encontraba en el teatro para comentar
al otro día más que la obra o la actuación de los actores si la maldición había
cobrado otra víctima. Los actores salieron al escenario a la hora programada y
todo iba a la perfección. En el tercer acto el conde se disponía a entrar en la
recámara de la condesa y ahí en ese preciso instante él hacía su entrada
cortando la cuerda que sujetaba los contrapesos que sostenían al telón. El
contrapeso cayó sobre la cabeza del conde matándolo en el acto. Todo había
salido a la perfección. Se retiró con la satisfacción del deber cumplido. Al
otro día todos los diarios reseñaban que la maldición había cobrado una nueva
victima. Él sonrió, pues para él todo había salido perfecto. Él no falló. El
destino nunca falla.

viernes, 3 de febrero de 2012

Amago de lluvia

La habitación
es pequeña y oscura, huele a humedad. Hay un pequeño escritorio puesto en
frente de una ventana que da a un edificio gris y que sólo deja entrar algunos
reflejos de sol. En el escritorio hay pocas cosas, un frasco de agua de colonia
barata, una caja de pañuelos y un archivador que sin duda vio mejores tiempos. En
el archivador hay recortes de esquelas mortuorias y que para su propietario
representa, aventuro yo a pensar, un cementerio personal, un cementerio de
recuerdos. Las esquelas son de personas que algún día conoció, personas que tal
vez al momento de morir ni se acordaban de él, pero que él jamás olvidó,
personas, algunas importantes, otras no tanto. Abre su archivo mostrándome la
foto amarillenta de un político. Su voz me lleva de pronto a una tarde de
abril, frente a una multitud un abogado es asesinado, me cuenta que él días
antes había hablado con él hombre un hombre humilde, del pueblo, que estaba a
punto de convertirse en presidente de la república. Me narra como la multitud
enardecida persiguió al supuesto asesino, encontrándolo oculto en una
droguería, me describe como lo sacaron a golpes hasta matarlo y como lo
arrastraron por la ciudad, esa ciudad que horas mas tarde quedaría casi en
ruinas, esa ciudad que por la noche lloró con una lluvia insistente, la ciudad
llora sus caudillos, dice.

Frente al
escritorio está la cama, con una cobija raída y gris y una almohada hecha con
retazos de tela dentro de una funda, arriba de la cama un calendario con una
imagen del divino niño de hace varias décadas, todo aquí respira nostalgia, él
me observa detenidamente, mientras lleva a su boca un trozo de pan que baja con
un sorbo de agua de panela caliente que le traje de una panadería cercana. Sus
ojos son azules y acuosos, se podría pensar que siempre está a punto de llorar,
tal vez sea así. Su boca parece una sonrisa, mas no es una sonrisa alegre, es
una sonrisa de quien está cansado, de quien ha vivido mucho tiempo, de quien ha
visto muchas cosas, es una sonrisa que parece desafiar, ¿Desafiar a quien? Al
destino, a la vida.

Habla, sus
palabras me llevan a otros tiempos, a lugares más alegres. Escucharle es hacer
un viaje por diversos sitios, conocer personajes que tal vez haya conocido, que
tal vez hayan vivido y muerto en su imaginación. En su juventud fue lustrabotas
en la plaza de Bolívar y en su oficio lustró zapatos de importantes personajes
de la ciudad, del país. Sus oídos escucharon conversaciones que más tarde
tendrían alguna trascendencia en la vida de muchas personas y me cuenta con orgullo
que alguno que otro consejo que él dio, fue seguido y tuvo ecos importantes,
quiero creerle. Algunos si no la mayoría de los personajes que pasaron por sus
hábiles manos, se encuentran hoy en el archivador de su escritorio, su
cementerio. Me cuenta que viajó mucho, que conoce casi todo el país y algunos
países vecinos, recuerda que en épocas de vacaciones navideñas viajaba a la
costa y que en alguno de esos viajes conoció a la mujer de sus sueños, que dejó
de ser de sus sueños para dormir a su lado, soñando con él, que un día
cualquiera siguió soñando sola y no lo esperó, que antes de eso le dio tres
hijos, que uno murió en un accidente de transito en el centro y que los otros
dos hace ya varios años no se acuerdan de él, que su familia son los vecinos de
cuarto. Me habla así de doña Nidia, de Don Carlos y su esposa Marlene, personas
que al venir estos días a visitarlo he conocido, personas que viven olvidadas
en un triste inquilinato de un barrio cercano a los cerros bogotanos. Salimos a
caminar, me muestra su barrio, un humilde barrio de clase baja del centro, a
medida que bajamos las empinadas calles nos cruzamos con varias personas que le
saludan, todos saben quien es y eso lo hace sentirse importante, todas esas
personas saben que él lustró zapatos de muchos políticos y por eso lo miran con
respeto, como si él fuera el político. Llegamos a un punto desde el cual se ve
la capital abajo nuestro, inmensa, imponente. Mirando la ciudad recuerda que
años después del asesinato del joven abogado llegó un militar a la presidencia,
recuerda estar reunido con varias personas frente a un restaurante del centro
observando un aparato que se llamaba televisor, recuerda que al comienzo de la
emisión salía en la pantalla de aquel trasto el perfil del Teniente General, su
cara se pone sombría y me relata como se salvó una tarde de ir a la plaza de
toros, de cómo algunos amigos suyos fueron para no volver, me cuenta que años
después algunos idealistas cogieron fusiles y se fueron para el monte cuando en
un acto vil a ese mismo General le robaban unas elecciones con tantos votos
como si los muertos se hubieran levantado para elegir al otro candidato,
recuerda que esa noche también llovió. Promete que más tarde me mostrará una
foto de aquel militar, la cual guarda en su archivo. Mientras caminamos siento
como si conociera a este hombre hace muchos años, siento que fui su ayudante,
que viaje con él, no puedo creer que tan sólo lo conocí hace dos tardes
mientras caminaba por la candelaria buscando un poco de paz, que se me acercó a
pedirme un cigarrillo y comenzamos a hablar de cualquier tontería, que poco a
poco sus historias fueron cautivándome y sin darme cuenta habíamos quedado de
hablar al día siguiente. Tiene el don de que al hablar, sus palabras sean como
una máquina para viajar en el tiempo, a veces mientras habla no puedo evitar
una sonrisa, pues las imágenes que él me describe las veo en mi cabeza en color
sepia, tal vez por que he visto muchas fotos viejas, tal vez es porque sea el
color de los recuerdos.

Lo visito
durante un par de días más, cada día le subo una bolsa de pan blandito y un
termo de agua de panela caliente con limón, cada día viajamos juntos en sus
memorias y hasta me tomo el atrevimiento de sentirme un hijo más, creo que sin
decirme nada él se toma el atrevimiento de tratarme como un padre, pero los dos
callamos, y sólo sonreímos cuando cruzamos alguna mirada. Me cuenta de sus
padres y de su abuelo materno que llegó a ser Sargento Mayor del ejército
durante la guerra con el Perú, me habla de viejos amigos y de amores de su
juventud. Llegamos nuevamente a su cuarto casi sin darnos cuenta, sentados en
su cama tomando los últimos tragos de agua de panela me cuenta como una tarde
de noviembre esos mismos hombres que se fueron al monte bajaron para tomarse la
justicia por sus manos y fusiles, esa tarde recuerda él estaba frente al
palacio cuando todo sucedió, recuerda que paradójicamente para él fue una buena
tarde ya que había clientela constante tanto para lustrarse los zapatos como
para oír de su boca como había comenzado todo y también recuerda que todo
terminó en llamas y aunque él no lo dice presiento que esa noche también
llovió. Como los dos días anteriores me despido bien entrada la noche. Es
viernes y quedo en volver a la mañana del lunes y mientras camino a la avenida
a tomar el bus que me llevará a mi casa me veo como si yo fuese quien vivió
todas esas anécdotas, esas historias y sonrío y me pregunto a donde viajaremos
el lunes.

La mañana de
aquel lunes primero de mes llegó fría, con amagos de lluvia, me bajo del bus y camino hasta la cafetería
donde compro la bolsa de pan y me llenan el termo, subo las dos cuadras
siguientes silbando alguna canción que escuché en el bus, y cuando llego a la
puerta de la pensión, veo a doña Nidia, la casera y en sus manos tiene el
archivador con las esquelas, y me mira triste, y sin decir una palabra lo abre
y me muestra la última esquela que allí
se archivará, la única que él no recortó y no puedo evitar sentirme
solo, como si fuera él único habitante de la ciudad y comienza a llover, la
ciudad llora. Bogotá así como yo está triste.